jueves, 3 de noviembre de 2011

África en Jerusalén: La Iglesia Etíope


Por: Robin Twite

Hay pocos monasterios tan extraños como Dir es-Sultán, sede de la Iglesia Ortodoxa Etíope en la Ciudad Vieja de Jerusalén. El viajero que se topa sorpresivamente con ella recibe una inusual impresión. Tras subir una escalinata por detrás de la Iglesia del Santo Sepulcro y atravesar un portal en una vieja pared de piedra, se descubre repentinamente una diminuta aldea africana: un grupo de chozas de barro, bajas y amontonadas, de las que sale ruido a cacharros de cocina. En la mitad de un patio se alza un domo pequeño y elegante. Dos sacerdotes conversan relajadamente en un banco de piedra. Se tarda un poco en comprender que se trata del mismísimo techo del Santo Sepulcro, y que el domo da luz, hacia abajo, a la capilla de Santa Helena, una de las partes más antiguas del complejo que constituye el sitio más sagrado del cristianismo en Jerusalén.

El patio está rodeado de viejas paredes derruidas, en cuyos intersticios crecen algunas de esas valientes plantas capaces de vivir en los terrenos más inhóspitos. La misma Iglesia Etíope de Jerusalén se parece a una planta que continúa creciendo pese a la pobreza del suelo, desafiando las leyes de la probabilidad y sobreviviendo a los más duros inviernos y los más ardientes veranos.

A la salida del patio se ve una pequeña capilla, donde los monjes llevan a cabo su culto. La capilla, dedicada a San Miguel Arcángel, no es un edificio impresionante. De forma oblonga, tiene capacidad para unas 70 personas sentadas y otras 40 ó 50 apretujadas de pie en las fechas de las grandes festividades. Por debajo, hay otra capilla pequeña que también pertenece a los etíopes, dedicada a "las cuatro criaturas vivientes", en referencia a las mencionadas por Ezequiel, una de las cuales tiene cuatro rostros y todas ellas cuatro alas. El nombre mismo de las capillas indica la profunda afinidad que siente la Iglesia Etíope por la Biblia y por Jerusalén.

También las pinturas en las paredes de la capilla de San Miguel dan testimonio de dicha afinidad. Tienen apenas 100 años de antigüedad, y están realizadas en ese estilo peculiarmente etíope que, a ojos del extranjero, resulta muy exótico. Todas las caras están dibujadas frontalmente, y sus ojos miran con extraña inocencia. Las negras pupilas son grandes y lustrosas. El cuadro más grande muestra al Rey Salomón recibiendo a la Reina de Saba. El rey está rodeado de dignatarios, todos de pie, y la reina llega con un cortejo en el que figura un enorme camello que transporta una pesada carga. Entre los cortesanos de Salomón hay dos figuras incongruentes, vestidas con las negras ropas de los judíos jasídicos, ropas que todavía pueden verse en la Jerusalén de hoy pero que, originadas en Europa en el siglo XVII, habrían causado cierta sorpresa en la corte de Salomón.

¿Quiénes son los etíopes cristianos que viven en ese extraño ámbito? ¿Por qué decidieron construir sobre el techo en lugar de hallar un espacio dentro del mismo Santo Sepulcro, como la mayoría de las antiguas iglesias cristianas? Griegos, armenios y católicos poseen amplias secciones del sacro lugar, y la Iglesia Etíope es apenas menos veterana que ellas. La respuesta reside en el hecho de que la Iglesia Etíope ha sido siempre políticamente débil, y ha recibido ayuda desde Etiopía solamente en ciertos períodos y de manera limitada. Sus representantes en Jerusalén no lograron sostener su pretensión a una parte del templo y tuvieron que conformarse con el techo.

Según la tradición, los etíopes fueron convertidos al cristianismo en los siglos IV y V por monjes venidos de Egipto y Siria. Esos tempranos misioneros encontraron allanado su camino por los antiguos contactos existentes entre Etiopía y la Tierra Santa, de los que hallamos otro indicio en la existencia de una antigua comunidad judía en el país. Es también notable el hecho de que muchos rasgos de la Iglesia Etíope son particularmente próximos a las tradiciones del judaísmo, y no tienen paralelo en otros sectores de la cristiandad. Por ejemplo, la Iglesia Etíope todavía practica la circuncisión de los varones en el octavo día; el sábado es un segundo día sagrado, casi tan importante como el domingo; y en las iglesias etíopes el Arca del Señor ocupa un lugar destacado. Inclusive la tradición de la danza, tan importante en el ritual y la liturgia etíopes, parece inspirada, al menos en parte, en la danza de David ante el Arca.

La más famosa de esas antiguas tradiciones es, por supuesto, la visita de la Reina de Saba a Salomón. Aunque en el libro de los Reyes no se la identifica específicamente como reina de Etiopía, ningún cristiano etíope duda de que ella provenía de su país. "Oyendo la Reina de Saba la fama que Salomón había alcanzado por el nombre del Señor, vino a probarle con preguntas difíciles. Y vino a Jerusalén con un séquito muy grande, con camellos cargados de especias, y oro en gran abundancia, y piedras preciosas; y cuando vino a Salomón, le expuso todo lo que en su corazón tenía" (I Reyes 10, 1-3).

La pintura de la capilla de San Miguel es sólo una entre las decenas de miles de ilustraciones de la famosa visita, que pueden verse en todos los hogares e iglesias etíopes. La tradición de la Iglesia Etíope sostiene que la reina volvió embarazada a su país, y que su hijo Menelik I, el legendario primer emperador de Etiopía, era hijo de Salomón. Se cuenta que Menelik viajó a Jerusalén en su juventud, para aprender de la sabiduría de su padre y llevarla a su propio país.

Cuando los misioneros cristianos llegaron a las mesetas de Etiopía, hallaron un conocimiento sobre Jerusalén y los judíos que probablemente les ayudó a convertir al pueblo. Sea como fuere, el hecho es que la fe cristiana se difundió rápidamente en el país y, de acuerdo a San Jerónimo, hacia fines del siglo IV había ya peregrinos etíopes en Jerusalén.

En el año 636, el Califa Omar, que había conquistado Jerusalén, emitió un firman especificando los derechos de los cristianos en la ciudad, entre ellos los derechos de la Iglesia Etíope.

Sin embargo, poco se sabe sobre posibles contactos entre dicha Iglesia y la Tierra Santa desde ese momento hasta la Edad Media. Los etíopes creen que una comunidad sobrevivió en Jerusalén, sustentada por la caridad de los peregrinos y ocasionales regalos de los emperadores etíopes.

No es difícil imaginar que en esa temprana etapa los contactos eran difíciles. La supervivencia de la Iglesia Etíope en su propio hogar africano no fue fácil, ya que fuerzas hostiles la rodeaban por todas partes. Los paganos del centro de África no tenían interés en el cristianismo, y una amenaza más tangible se suscitó cuando los pueblos de Sudán y del cuerno de África se convirtieron al Islam. La suerte de la Iglesia y del estado etíopes estaba fuertemente ligada, y cuando el trono estaba ocupado por monarcas exitosos que combatían vigorosamente a sus enemigos, todo andaba bien; en cambio, como ocurrió en varias ocasiones, cuando triunfaban los musulmanes el futuro de la Iglesia se volvía muy sombrío. Esas fluctuaciones afectaban a los etíopes en Jerusalén y continúan afectándolos hasta el día de hoy, ya que dependen de sus contactos con su país y, cuando éstos se interrumpen, su posición económica y política declina automáticamente.

Y sin embargo, el hecho mismo de haber tenido que luchar para sobrevivir, tanto en Etiopía como en la Tierra Santa, le dio a la Iglesia su propia fuerza: la fuerza de la fe. También la favoreció el hecho de no estar fuertemente centralizada. En Etiopía, la Iglesia estaba regida por un abuna u obispo enviado desde Egipto, antigua tradición que se remonta a los orígenes mismos de dicha Iglesia. Pero los poderes del abuna eran limitados. A menudo no conocía la lengua del país y sus relaciones con los clérigos locales eran malas, sobre todo cuando pretendía imponerles disciplina. Por su parte, los cristianos de Etiopía centraban su tradición en los antiguos monasterios y lugares santos establecidos en lo alto de las montañas, que constituían el hogar de las tradiciones, la cultura y el estudio. En ellos vivían los santos y los píos que desempeñaron un rol tan importante en la vida religiosa del país, quienes practicaban austeridades en la tradición de la Iglesia Egipcia y cuyos lugares de residencia se convirtieron en centros de peregrinación. En cierta forma, parece que eran semejantes a los gurúes de la India actual, ya que atraían seguidores vivieran donde vivieran y sin relación alguna con la jerarquía eclesiástica, simplemente debido al impacto que causaban en los creyentes.

El hecho de que su fuerza dependiera en gran medida de la santidad de algunos individuos dio elasticidad a la Iglesia. Es muy probable que también en Jerusalén la experiencia de persecuciones y luchas en Etiopía fuera utilizada por abades y monjes decididos a sobrevivir pese a las circunstancias.

Jerusalén ocupaba un lugar destacado a ojos de los etíopes. En la propia Etiopía, rodeados por enemigos, no compartían sus valores con la mayor parte de sus vecinos no-cristianos y tenían escasos contactos con los mismos; la única excepción eran las relaciones con la Iglesia Copta de Egipto, y aun ésas se deterioraron después de 1700. Fue por ende natural que en 1937 el Emperador Haile Selassie (uno de cuyos títulos formales era "León de Judea"), al huir de la invasión italiana, marchara a Jerusalén, donde permaneció hasta que los británicos lo restauraron en su trono en 1941. Jerusalén fue, a lo largo de los siglos, una de las pocas ventanas al mundo que tenían los etíopes.

Los peregrinos medievales mencionan a menudo a los cristianos etíopes residentes en Jerusalén. Escritores como el fraile dominico Burcardus de Monte Sión en 1283, se refieren a la piedad y costumbres de los etíopes. En 1347, el padre Nicolo da Pogibonsy, fraile franciscano proveniente de Francia que visitó ese año la Tierra Santa, describe a los etíopes que rezan en una capilla llamada Santa María del Gólgota, en el Santo Sepulcro.

En este período, la Iglesia Etíope de Jerusalén hizo una breve aparición en un escenario más amplio. En 1438, se realizó en Florencia un Concilio con el propósito de reconstituir la unidad cristiana mediante la reunión, sobre todo, de la ortodoxia griega y el catolicismo. Los etíopes fueron representados por su abad de Jerusalén. La embajada suscitó considerable curiosidad, aunque su participación no parece haber tenido resultados prácticos.

En el siglo XVI las cosas empeoraron. El reino etíope fue atacado y casi destruido por Ahmad Gran, gobernante de Harar, principalía musulmana al este de Etiopía. Las iglesias fueron quemadas, los cristianos perseguidos y convertidos por fuerza, y el emperador debió huir. En semejantes circunstancias nadie tenía tiempo para pensar en Jerusalén, y la comunidad decayó. Su pobreza le hizo perder su sitio en el edificio principal del Santo Sepulcro y se vio forzada a alojarse en el techo, donde continúa hasta el día de hoy.

Pero aun en su país de origen la Iglesia no estaba segura. Las corrientes cristianas más poderosas, activamente apoyadas por los gobernantes de su fe, comenzaron a usurpar sus bienes. Muchas propiedades mencionadas en épocas anteriores ya no figuran en los documentos como posesiones de la Iglesia Etíope.

Los miembros de la misma lograron mantenerse de alguna manera, aunque existen numerosas referencias a su pobreza y a su dependencia de la caridad de armenios y otros para su mera supervivencia. En el siglo XIX, un misionero anglicano, William Jarret, señala que algunos monjes etíopes se incorporaron a la Iglesia Ortodoxa Griega sencillamente para tener qué comer.

Sorprendentemente, la más encarnizada enemiga de la Iglesia Etíope era la Iglesia Copta de Egipto. Aunque ambas eran muy semejantes en términos de teología y organización, los coptos guardaban rencor a los etíopes por haberse alejado de ellos en el siglo XVIII. Cuando, a principios del XIX, la situación de los etíopes empeoró, los coptos comenzaron a acosarlos.

La propiedad del monasterio de Dir es-Sultán, en el techo, fue apelada por los coptos, que adujeron que les pertenecía. En 1838 hubo una epidemia en Jerusalén y todos los monjes etíopes murieron; los coptos se apoderaron del monasterio y, según los etíopes, quemaron la biblioteca y los documentos que convalidaban los derechos etíopes a Dir es-Sultán.

Muertos los monjes y quemada la biblioteca, los etíopes podían haber desaparecido de Jerusalén. Los salvó una curiosa combinación de circunstancias. Por supuesto, el emperador y la Iglesia en Etiopía querían mantener lazos con Jerusalén y una posición en Tierra Santa, pero no lo habrían logrado de no haber sido sus aspiraciones apoyadas por los británicos. El obispo anglicano de Jerusalén, Gobat, había sido misionero en Etiopía y ambicionaba convertir a la Iglesia Etíope en anglicana, idea que hoy puede parecer un tanto sorprendente. Como lo atestigua una masa de correspondencia entre el cónsul británico y la Cancillería de Londres, el obispo Gobat dio su apoyo a los etíopes y luchó por sus derechos.

La amarga lucha entre las iglesias etíope y copta ha continuado hasta la actualidad. Cuando, gracias a la ayuda británica, los etíopes lograron recuperar Dir es-Sultán, las llaves se quedaron en poder de los coptos. La confusión y la disputa sobre los derechos de propiedad continuaron sin interrupción. En fecha tan tardía como la década de 1960, el gobierno jordano intentó intervenir en la disputa, tras una seria pelea por el uso de una parte del edificio. Actualmente, el caso sigue sin resolver, y se halla en la Corte Suprema de Israel. Los etíopes, por supuesto, no dudan de sus derechos y han presentado una serie de documentos sobre el tema; el más reciente de ellos fue entregado en la Iglesia Etíope de Jerusalén a la delegación israelí a las Conversaciones de Normalización entre Israel y Egipto, en septiembre de 1986.

En la segunda mitad del siglo XIX, la posición de la Iglesia en Tierra Santa comenzó a mejorar. En gran medida esto se debió a que en Etiopía el poder estaba en manos de monarcas fuertes, que comenzaron a unificar las diversas provincias bajo una administración centralizada. El emperador Yohanes procuró mejorar la posición de Etiopía en marcos más amplios. Tuvo la suerte de que el líder de la comunidad etíope de Jerusalén era en ese momento uno de los pocos que se han destacado en la historia. Se trataba de Abbawalda Samaet Walda Yohanes, hombre vigoroso y enérgico. En 1888, la comunidad compró un terreno en Jerusalén fuera de las murallas, con el tesoro que el emperador Yohanes había tomado de los turcos; algunos dicen que se trataba de tres cofres, otros hablan de siete, pero de todas maneras fueron suficientes para comprar el sitio y comenzar a erigir un nuevo monasterio y una nueva iglesia, cuyo nombre es Debre Gannet, que significa en amárico "Monasterio del Paraíso". Se encuentra en una callejuela actualmente llamada Etiopía, que cruza la calle de los Profetas.

Tras la decisión de construir una nueva iglesia, la posición de los etíopes comenzó a mejorar. La comunidad aumentó y a principios de 1900 contaba con 40 a 50 monjes y un número menor de monjas, cifras que se han mantenido hasta hoy. Muchas de las monjas eran viudas de sacerdotes (ya que la Iglesia Etíope no impone el celibato) o miembros de familias aristocráticas que buscaron retiro piadoso en Jerusalén, construyendo casas que donaron a la comunidad al morir. La Autoridad de Radiodifusión Israelí ocupa en Jerusalén un edificio perteneciente a la Iglesia Etíope y le paga a ésta el correspondiente alquiler.

La iglesia "nueva" - Debre Gannet - es un impresionante edificio circular, al estilo de las principales iglesias etíopes. Se entra a ella por una gran puerta que da a un patio silencioso y recluido. Sólo al llegar allí se percata el visitante de su considerable altura. No hay nave, como en las iglesias occidentales, sino un gran corredor circular que rodea el Arca central, adornado, para deleite del creyente y del visitante, por una variedad de pinturas realizadas hace unos cien años, la mayoría de ellas retratos de santos.

Debre Gannet comparte ahora con Dir es-Sultán el rol de hogar de la comunidad monástica etíope en la Tierra Santa. En estos cien años también adquirieron propiedades en Betania, Jericó y a orillas del río Jordán.

La fortuna de esta Iglesia parece haber mejorado, pero aún existen dificultades. Muchas de ellas se originaron en los desórdenes políticos que agitaron a Etiopía en los últimos 50 años. En 1936, cuando los italianos conquistaron el país, algunos monjes aceptaron el nuevo gobierno y otros no. La lucha entre ambas partes se resolvió a favor de los nacionalistas en 1941, cuando los italianos fueron derrotados. Los monjes que habían favorecido a los italianos fueron expulsados del monasterio de Jerusalén y reducidos a la total miseria, de las que los alivió en parte una pensión concedida de mala gana por las autoridades mandatarias británicas.

Otro motivo de agitación fue el derrocamiento del emperador Haile Selassie por los comunistas en 1973. Los monjes leales al antiguo régimen no pudieron permanecer en el monasterio, al mismo tiempo que la comunidad se incrementaba con personas que se marcharon de Etiopía por razones políticas, no todos ellos monjes. Actualmente la comunidad de monjes y monjas se ha incrementado con un considerable número de legos. El antagonismo entre quienes se sentían cómodos solamente con el gobierno imperial y el orden social tradicional, y quienes estaban dispuestos a aceptar los cambios, crearon un número de conflictos internos, que reflejaban las rivalidades eclesiásticas en Etiopía. La reciente derrota del régimen comunista etíope y el establecimiento de una embajada en Israel han contribuido a mejorar la situación de la comunidad de Jerusalén.

La Iglesia Etíope sobrevivió en Jerusalén durante más de 1500 años. Esa perduración no ha dependido, en última instancia, de avatares políticos, sino de la fe de los monjes individuales, y es en la vida de estos monjes donde debemos buscar la justificación para la presencia de su iglesia en Jerusalén.

Actualmente, tanto en Etiopía como en Jerusalén, los monjes se mantienen con las rentas de tierras y propiedades de la iglesia y con donativos de los fieles. Están muy lejos de ser ricos, y lo que los atrae a Jerusalén no es la búsqueda del bienestar material sino la fe.

Uno de los rasgos de esta iglesia es que sus miembros no suelen dominar las lenguas del país en que viven. Aun hoy, muchos monjes ignoran el árabe, el hebreo u otro idioma que no sea el amárico, y dependen totalmente, en sus contactos con el mundo exterior, de los pocos miembros de la comunidad que conocen otras lenguas. Muchos de ellos son simples hombres piadosos venidos a Jerusalén en la convicción de que se trata del más santo de los lugares santos. Su vida está sumamente estructurada. Comen todos juntos, y su actividad gira en torno a servicios religiosos y grandes festividades. Los servicios religiosos se realizan dos veces al día, entre 4 y 6 de la mañana y 4 y 5 de la tarde. En los días que preceden a la Pascua y en la Festividad de Nuestra Señora, en agosto, el servicio matutino se extiende de 2 a 6. En los días de otros santos se celebra la qudase o misa.

Los servicios requieren permanecer de pie durante largos períodos, y a ello se deben los cayados con un apoyo tallado para el mentón, característicos de sus iglesias. Agreguemos que los pastores etíopes usan cayados similares para descansar mientras cuidan sus rebaños.

En las festividades mayores desempeñan un rol importante la danza y la música ejecutada con instrumentos tradicionales. Las más destacadas son las celebraciones en torno a la Pascua. En 1502, un peregrino alemán llamado Bernhard von Breidenbach escribió: Las gentes se reúnen con celo para celebrar la misa, especialmente en las festividades, y entonces hombres y mujeres se regocijan y danzan, dan palmadas y formas círculos, aquí de seis o siete, allí de nueve o diez, y a veces continúan con sus cantos toda la noche, sobre todo en la de la Resurrección de Nuestro Señor, en la que no cesan de cantar hasta el amanecer, a veces con tanto fervor que quedan completamente exhaustos".

Quizás la más memorable de las actividades de Pascua es el Domingo de Ramos. No sólo los monjes, sino todos los miembros de la comunidad de Jerusalén (unas 300 personas) se reúnen en el patio de Dir es-Sultán para celebrar la entrada de Cristo en Jerusalén. En toda la ciudad, los demás cristianos también celebran la fecha, pero nadie excede en sentimiento a los etíopes, que celebran los eventos de la semana de Pascua en un estilo totalmente peculiar.

El servicio comienza a medianoche en la capilla de San Miguel en Dir es-Sultán, y dura hasta las ocho de la mañana. Seis de esas ocho horas las ocupa un servicio conmemorativo especial, y luego se celebra la misa. Las mujeres, con tradicionales vestidos y mantos de algodón blanco, están de pie en el fondo de la iglesia. Todos los rostros expresan una notable concentración. Hacia las ocho y media, al final del servicio, salen de la capilla y se ubican en el techo, alegres y sin la menor señal de cansancio. El arzobispo y los sacerdotes entran en una gran tienda, en la que se preparan para la solemne procesión. Allí comienzan sus oraciones, cantando "Me alegré cuando te dijeron 'Marchemos hacia la Casa del Señor'. Nuestros pies se posarán en tus portales; Jerusalén es erigida como ciudad". Al final del servicio traen al arzobispo ramas de palma, él las bendice y distribuye entre la congregación y los monjes. Toda la multitud marcha en procesión en torno al patio.

Para los extraños, gran parte del interés en las celebraciones reside en su exotismo: las trabajadas vestiduras de los sacerdotes, especialmente del arzobispo y de sus principales colegas; las sombrillas de terciopelo y oro, decoradas con borlas, que protegen las cabezas de los notables; la música misma y la presencia de algunos músicos itinerantes mezclados con la multitud, que ejecutan pequeños instrumentos de cuerda y cantan espontáneos himnos de alabanza. Para los monjes, la ceremonia posee un significado diferente - es la culminación del año, la celebración más importante de su fe.

Cuando no están ocupados en festejos o en ayunos (de los que hay un gran número en el rito etíope), monjes y monjas se dedican a su propia práctica espiritual. Las plegarias privadas son un componente importante de la vida monástica en la Iglesia Etíope. Las caracteriza la repetición de ciertos textos sagrados, sobre todo los Salmos de David y el Evangelio de San Juan.

Por otra parte, los monjes etíopes deben también contribuir a la vida comunal del monasterio. La regla que los rige es quizás menos estricta que la de algunas órdenes occidentales, pero igualmente les exige celibato, abstinencia de todo pecado y obediencia al abad. Deben también ocuparse de sí mismos, trabajar en el jardín, limpiar y pintar sus casas y compartir la vida de la comunidad; pero no habitan en viviendas comunales como los monjes católicos. Se les concede también una considerable libertad en la elección de sus actividades. Algunos escogen pintura y tallado, otros prefieren dedicar su tiempo al estudio; uno o dos se han retirado del mundo y convertido en ermitaños. El más famoso de éstos, que murió a principios de la década del ochenta, fue un monje que no habló con nadie durante 30 años pero que, si alguien le pedía consejo o ayuda, los recibía por escrito. Este hombre fue enterrado como santo, de acuerdo con la reputación que había adquirido durante su vida.

La comunidad laica, formada por individuos devotos y, en algunos casos, exiliados políticos, se halla más involucrada que los monjes en la vida social exterior al monasterio: las mujeres trabajan como enfermeras en los hospitales y los jóvenes estudian en la Escuela Anglicana (que en Jerusalén es un instituto internacional) o en las escuelas israelíes.

En años recientes, más y más etíopes han llegado en peregrinaje a Jerusalén. En la Pascua de 1993 llegaron unos 450 peregrinos, y la atención que requieren proporciona a la comunidad local una fuente de ingresos. Pero dicha comunidad, como tal, es todavía pobre y mantiene una lucha permanente por conservar su identidad. Una pequeña escuela mantenida con afecto y devoción enseña amárico y tradiciones etíopes, pero sólo funciona los fines de semana.

El arribo de decenas de miles de judíos de Etiopía en los últimos años contribuyó en alguna medida a disminuir la sensación de aislamiento de la comunidad etíope cristiana, pero no ha afectado mayormente su vida cotidiana. Los monjes viven como en una isla, en la que sus vidas cambian muy lentamente, una isla a la que fueron atraídos por la fe y en la que encontraron un grado de satisfacción. Al preguntarle por qué había venido a Jerusalén, un anciano monje pareció al principio no entender la pregunta. Luego exclamó: "Porque es Jerusalén" - respuesta que le parecía suficiente, y que ciertamente lo es.

Traducción: Florinda F. Goldberg

Fuente:

http://www.mfa.gov.il/MFAES/MFAArchive/1990_1999/1998/12/Africa%20en%20Israel%20%20La%20Iglesia%20Etiope


No hay comentarios:

Publicar un comentario